Jóvenes a la espera
Hacen
deporte, cursos, envían currículos, limpian el hogar, cuidan de sus mayores
Casi un
millón de menores de 25 años buscan empleo en España. Nos colamos en su vida
para contar qué están haciendo
Noelia Sánchez, en el centro,
junto a sus amigos Óscar Frías , a la izquierda, y Jerónimo Sánchez. / ALFREDO CÁLIZ
El día tiene la palidez de una foto velada cuando los tres amigos
dejan atrás una gasolinera y un hotel que ofrece habitaciones sin baño a 29
euros, un aparcamiento polvoriento y un McDonald’s, y comienzan a caminar en
fila india por el arcén de un carril paralelo a la autovía. Se oyen los coches
como perdigonazos y un tren de cercanías zumba a las 11.59 de un martes de
febrero. Bolsas y botellas en descomposición ribetean la estrecha lengua de
asfalto; ellos charlan y los vehículos los esquivan. Desembocan en una rotonda
rodeada de tierra en carne viva. Hay obras a medias y un enorme bloque de
viviendas, lustroso y con vistas a la autopista. Abandonan el asfalto y
atraviesan un túnel con las paredes cubiertas de grafitis. Imprimen sus huellas
en el barro y al otro lado encuentran un lago de aguas estancadas y juncos
cetrinos en la orilla. Un ave solitaria levanta el vuelo. Del lago surgen
hileras de pilares de hormigón que sostienen el nudo de carreteras sobre sus
cabezas. En la orilla opuesta sobrevive un edificio recubierto de escamas de
colorines, un centro comercial llamado Opción que solía iluminar con chorros de
luz el cielo nocturno de la periferia. Hoy es un espectro cerrado. El ave
arranca otro vuelo y los tres amigos suben una cuesta de tierra; al fondo
empieza a asomar el verde y blanco de la primera gran nave comercial del
polígono, la macroferretería Leroy Merlín. Al pasar a su lado, discuten si es
mejor hacer el recorrido “de abajo arriba” o “de arriba abajo” y optan por esto
último. Así que pasan de largo Ikea, pero ahí arranca un debate sobre si el
perrito que piensan comer al acabar su jornada cuesta un euro o solo 50
céntimos y el euro lo pagas cuando el perrito lleva cebolla caramelizada –“con
Coca-Cola es euro y medio, eso seguro”, dice uno–. Rebasan pasos de cebra y
restaurantes de chapa y aceras con el firme agrietado, hasta que llegan a
Worten, un centro de electrónica de consumo cuyo eslogan es “Aquí tu dinero
vale más”. Entonces abren sus mochilas, sacan el taco de hojas con sus
currículos, se abren las puertas mecánicas y cruzan el umbral en busca de un
empleo.
¿Irme de España? ¿Seguir estudiando? Eso solo se lo puede plantear
gente con ahorros o que su familia se lo puede pagar
Noelia Sánchez, 19 años. Sin trabajo desde que acabó el grado
medio en Gestión Administrativa
Pueden
cambiar los nombres, las conversaciones y el escenario. Pero esto, a grandes
rasgos, es lo que están haciendo 930.000 jóvenes en España, donde casi uno de
cada cuatro menores de 25 años en edad de trabajar (desde los 16) se encuentra
a la caza de un hueco en el mercado laboral, según la última Encuesta de Población Activa. La tasa de paro ronda en esta franja el 55%.
La más alta del país desde que existen datos y la más sonrojante de Europa: una “vergüenza inaceptable”, en palabras de Martin
Schulz, presidente del Parlamento Europeo; una “emergencia social”, según José
Manuel Durão Barroso, su colega en la Comisión Europea. Un dato
crudo, impactante y muy simétrico que, en el fondo, significa que al salir de
Worten, uno ha de meterse en Conforama, una superficie de menaje, y de ahí a
Kiabi (“la moda a pequeños precios”), y de Kiabi a Media Markt, y luego a Nido,
siguiendo las líneas de un guion que los tres conocen de memoria. Las caras
entre la solidaridad y el desdén de los dependientes. El gesto mecánico con el
que dejan caer los folios en lo alto de la pila. “Los cogen como churros”, dice
bajo el sol de invierno Óscar Frías, de 20 años, gafas de sol y bufanda,
experiencia de tres meses en una empresa de tiempo libre, grado medio en
Gestión Administrativa, sin carné de conducir, con disponibilidad inmediata, no
fumador. Hace un par de semanas ya anduvo por este polígono de Alcorcón llamado
Parque Oeste probando suerte. La pasada se pateó Xanadú, un centro comercial
mastodóntico de la periferia sur de Madrid. Y así, intercalando lugares,
dejando folios como quien siembra en una tierra estéril, hasta retroceder al 21
de diciembre de 2011, cuando Frías y Noelia Sánchez, su amiga de 19 años y
flequillo caído como un telón sobre la frente, compañera en este paseo a
ninguna parte y también del curso de FP, terminaron las prácticas. Se paró el
contador. El 30% de los desempleados jóvenes lleva más de un año con las manos
atadas a los bolsillos; ellos, en breve, cumplirán año y medio. Ya no les
sorprende el letrero a la puerta de una tienda de Orange de la que les echan de
malos modos –“No se recogen currículos”–, ni se dejan engatusar por la
dependienta de un local de chucherías: “Aquí hay movimiento constante”. Lo han
oído antes. “Luego no llaman”. Fin de la excursión. Un perrito barato en Ikea y
vuelta al centro de Móstoles.
Noelia, Óscar y Jerónimo
caminan hacia un polígono para repartir currículos. / ALFREDO CÁLIZ
Su vida en esta ciudad del sur de Madrid tiene mucho de burbuja.
Sin dinero ni independencia, apenas cruzan sus fronteras. Van andando a todas
partes. Echan horas en la calle, “en la plaza, comiendo pipas, jugando a las
cartas”. Han aprendido a sobrevivir sin un duro. Noelia vive en casa de sus
abuelos –“los dos tienen pensión, pero de las bajitas”– y comparte habitación
con su tía. Dejó la casa de su madre porque ahí vive su hermana pequeña y ella
se había convertido en “otra boca más”. Una vez al mes se pasa por Cáritas a
recoger una cesta de alimentos. O se acerca a una iglesia evangelista, donde
“escuchas el sermón, pagas un euro, y te dan una bolsa de comida. ¡Pero tienes
que pagar el euro, eh!”.
La
historia de Frías, en cuyo hogar solo entra la nómina del padre, con un hermano
parado y una madre inactiva, resulta similar: “Acabé de estudiar y me dijeron
que encontrara un curro para meter otro sueldo”. Ambos ayudan con la compra y
en la limpieza. Antes de comer, van al instituto y recogen a Jerónimo Sánchez,
novio de Noelia (y tercer acompañante de aquel paseo en busca de empleo), que
estudia un grado superior. “Nuestra vida es un poco aburrida”. Cada día se
parece al siguiente. Se conocen los mejores precios de Mercadona para aliñar un botellón (“vodka blanco: 3,99 euros”) y han
formado un equipo de voleibol, bautizado La Plaza en honor al lugar donde matan
el tiempo. Entrenan dos tardes por semana y juegan los domingos. De vez en
cuando se pasan por una gasolinera y recogen de las basuras los tiques de
repostaje que desechan los clientes. Con cada tique, tras rellenar un
formulario online, recibes 55 puntos.
Con 190 puntos tienes una entrada de cine. Así funciona la picaresca del siglo
XXI. “Poco podemos hacer para salir de esto”, dice Noelia sentada en un banco.
“Buscar trabajo. Poco más. No te puedes plantear estudiar ni irte fuera de
España. Eso solo se lo puede plantear gente con ahorros o que su familia se lo
puede pagar. Yo me tengo que seguir quedando aquí”. Y Óscar, a su lado: “Yo me
siento excluido del sistema”. Como atrapado en una burbuja, concluye, “de la
que quieres salir, pero que no…”.
Hay muchas formas de ser joven y estar en paro. Pero la mayoría se
pueden resumir en tres, según Juan José
Dolado, profesor de Macroeconomía de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de losinformes de los que se nutre la OCDE para diseccionar la
precariedad española: “O están viviendo de sus familias. O
trabajando en negro. O marchándose del país”. A caballo entre la adolescencia y
la madurez, se trata de un territorio de nadie en el que uno va acabando los
estudios y procura arrancar su vida de adulto. Trabajar, emanciparse. Hoy viven
en España algo más de cuatro millones de chavales de entre 16 y 24 años. Más o
menos la mitad están estudiando (en 2007 eran el 41%: con la crisis ha caído el
abandono escolar). Y solo 757.200 tienen trabajo (el 18% de los jóvenes, cuando
en 2007 trabajaban el 40%). Unos pocos, el 15%, combinan estudios y empleo; y
casi uno de cada cuatro se encuentra en un limbo en el que pasa el tiempo sin
ninguna de las dos.
José Antonio Gómez al terminar
(con victoria) su partida de ajedrez en la liga madrileña. / A. C.
La
mayoría se ha creado una rutina para sobrevivir al desánimo. Envían currículos,
se apuntan a cursos, practican deporte. Son “asistentes” de casa, como nos
decía uno. Cuidan de sus mayores. O del huerto familiar. Se encuentran a la
espera. En estado latente. Con nivel mínimo de gasto. Como una semilla cuando
no hay agua. “Yo no me dedico a la molicie”, dice José Antonio Gómez, de 24
años, abogado sin empleo, con un máster en Filosofía, dos posgrados en la
Escuela de Práctica Jurídica y ninguna experiencia laboral. Lo conocemos en el
gimnasio Kiofu, donde entrena yudo dos tardes por semana. “Aquí vienen a
desfogarse”, lo presenta su maestro. El abogado pelea con otro parado. Lleva
una mancha de sangre en el quimono. Y en aquel local, asegura el dueño, la
mitad de los socios y alumnos están buscando trabajo. Como Leyber Castro,
español de origen ecuatoriano al borde de los 19 años. Alumno aventajado de mixed
martial arts, un cóctel de artes marciales, mantiene un acuerdo con
el propietario que parece sacado de una película de boxeo: el chico tiene
talento, pero no puede pagar el gimnasio porque no lo contratan en ningún lado;
entrena a cambio de abrir por las mañanas y de fregar los vestuarios cuando
echan el cierre.
Me siento excluido del sistema. Sin
opciones. Un paria casi. Pero no culpable. Porque he hecho todo lo que tenía
que hacer
José Antonio Gómez, 24 años. Ha estudiado Derecho, un máster en
Filosofía y dos posgrados en la Escuela de Práctica Jurídica. Saca para sus
“caprichos” dando clases de ajedrez en colegios.
Al abogado yudoca lo acompañamos también un domingo a su partida
semanal de ajedrez en la liga madrileña. Tras una apertura escocesa del
contrario, retoma la iniciativa y su enemigo deja caer
la bandera a dos
movimientos del mate. José Antonio Gómez asegura que se siente “un paria casi”,
pero el ajedrez le permite pagarse algún “capricho”: dos tardes por semana
imparte clases en colegios. Las mañanas las dedica a leer. Historia
de la decadencia y caída del Imperio romano, tiene entre manos. Su
vida recuerda a la de un monje oriental: ajedrez, estudios y ejercicio físico.
Otra mañana aún de invierno, la escena transcurre en el interior
de un aula: un chico con el pelo tieso de gomina y el brillo en el mentón del
recién afeitado se sienta ante el pupitre. Dos hombres de la edad de su padre
lo escrutan. Adrián Fernández pone su mejor cara:
–¿Cuántos años tienes?
–Veintidós.
–¿Tienes finalizada la ESO?
–Finalizado, pero suspenso.
–¿Y ahora mismo estás…?
–En el paro.
–Digo que si estás cursando en una escuela de adultos para
terminarlo.
–Nada.
–Pues esto es un problema, ¿no? ¿Tienes algún curso de formación
ocupacional?
–Hice uno de soldador. No lo terminé.
–¿Y por qué te interesa la fontanería?
–Porque ahora mismo estoy parado y cualquier cosa viene… bien.
–¿De dónde eres?
–Del barrio. De enfrente al Decathlon.
Adrián Fernández, 22 años, en
una entrevista de acceso a un curso para desempleados. / A. C.
Nos encontramos en la Fundación
Iniciativas Sur, en
Orcasitas, uno de los distritos madrileños con mayor desempleo. Decenas de
jóvenes acuden para realizar las pruebas de acceso a los cursos de formación
para parados menores de 30 años. El centro nació en la crisis de los noventa,
promovido por el tejido asociativo del barrio. Hoy, sus empleados resisten con
la mitad de presupuesto que en 2006. “Estamos con un expediente de regulación
temporal de empleo por la limitación de recursos públicos”, dice el director,
Paco Palomera. Y ensaya una sociología del paro: “La gente se lo traga más que
antes. Se exterioriza menos. Se organiza menos. Quizá buscan por Internet. O
quizá seamos más individualistas”.
A la puerta encontramos a Virginia Caparrós, de 24 años, gruesos
auriculares y pañuelo palestino. No se la suele ver por la calle. No sale. No
tiene ocio. “Respirar cuesta dinero”, dice. Como mucho, echa “una partida a la play”
por las tardes. Con un grado en Peluquería, ha trabajado de todo y busca de lo
que sea. Ha venido a pedir información sobre los cursos de contabilidad. Le
gustaría que le sucediera como a su amiga Raquel, que mañana empieza a trabajar
de administrativa y hace años estudió ese tipo de cosas. En el pasillo
abordamos a los aspirantes a los cursos de Control de Plagas y de Gestión
Fiscal para Emprendedores. Alexander Peña, de 25 años, tres de ellos parado,
“desde el petardazo”. Ha hecho cursos de carretillero y manipulador de
alimentos, de mantenimiento de edificios y soldador. Sus manos ayudaron a
construir los túneles de la M-30. “A veces me veo bajo un puente. Estás
intentando buscarte las habichuelas y no te dan ni una”. Daniel Élez, de 23.
Rostro tranquilo. Se enteró del curso por su padre, también en paro, que se
acercó al centro a ver si le salía algo para reciclarse. “Solo había para
jóvenes. Me dijo que viniera”.
Alejandra Fernández Gil, 25
años. Aprovecha el tiempo en paro para hacerse maquilladora. / A. C.
Alejandra Fernández Gil, de 25 años, ha venido a hacer las pruebas
de contabilidad. Está parada desde los 23. Pero tiene planes. Por eso necesita
saber algo más de números. Un par de días después, bajo un cielo de plomo por
el que cruzan copos de nieve desperdigados, Alejandra nos sube a un pequeño
coche de segunda mano que pagó con su finiquito. Trabajó cuatro años de
administrativa en una empresa de muebles. Arranca, atraviesa un polígono
industrial y en
los 40 Principales comienza a sonar un tema que dice: “And there’s no stopping
us right now” (ahora
mismo no nos podrán detener), muy apropiado para explicar cómo ha decidido
aventurarse en el mundo del maquillaje: “Empecé a investigar técnicas por
Internet. He conocido a gente que se dedica a ello. Puede que seamos muchos.
Pero no todos lo hacemos igual”. Detiene el coche en el aparcamiento de un
centro comercial. Del maletero toma un maletín morado. Se adentra en el local
Gherson R. Peluqueros, donde el dueño, con el pelo afeitado a medio cráneo y un
reflejo color cobalto en el tupé, le deja practicar. Alejandra lo hace gratis.
De momento. En el establecimiento también suele echar las tardes su amiga Sara.
Informática en paro, se las arregla dando clases particulares de tecnología a
personas mayores. A unos, cuenta, les enseña a manejar Skype. Para que puedan
hablar con su hijo, que se ha largado a buscarse la vida en el extranjero.
La
primera oferta que escuchamos durante la elaboración de este reportaje la leyó
Begoña Llovet, directora de la academia de idiomas Tandem, especializada en
alemán, y en la que han incrementado un 70% los cursos desde 2011, según sus
cálculos. “Traduzco”, dice Llovet leyendo un correo electrónico que le ha
llegado de Alemania. “Buscamos urgentemente… enfermeros diplomados… con título…
como mínimo nivel B1… ofrecemos contrato indefinido… Seguridad Social… sueldos
brutos de entre 2.500 y 3.700”. En la academia se ha hecho famoso un enfermero
que se marchó en enero a un pueblecito cerca de Fráncfort, con contrato de un
año para atender a ancianos. De él nos habla su novia, María Fernández, de 24
años, diplomada en Enfermería, también en paro (“bueno, trabajo tres noches al
mes en un hospital”) y puliendo su alemán con intención de irse. Su chico,
Ignacio Rodríguez Úbeda, de 23, se ha hecho “superfamoso en el pueblo; le
reconocen por la calle y le dicen: ‘¡Tú eres el primer español!”. Al aeropuerto
fueron a recibirle varias autoridades, entre ellas el ministro de Empleo del
Estado de Hesse. Se emitió un reportaje sobre él en las noticias. En las imágenes se ve al emigrante con
cara de no creérselo cuando un señor trajeado (el ministro) se le acerca en un
vestíbulo del aeropuerto y le tiende la mano.
Mikel Bollain, arquitecto
técnico de 24 años, retratado en Vitoria. / A. C.
A la academia, en cuya entrada hay folletos informativos tipo
“Oportunidades laborales en el sector de la construcción en Alemania”, acude
también una arquitecta de 25 años cuyo objetivo es “irse para donde sea”. Esta
gijonesa llamada Isabel Mañana empezó la carrera en 2005 y enseguida se dio
cuenta de que se dirigía “contra un paredón”. Acabó el proyecto en mayo de
2012. En septiembre comenzó a apuntar en una libreta las solicitudes de empleo.
La lista, hace dos semanas, llegaba al número 254. En ella se pueden leer
envíos a estudios en Argentina, Dinamarca, Noruega, Reino Unido… En su mesa de
dibujo hay currículos en cuatro idiomas. El 13 de noviembre, según el dietario,
Mañana bajó el listón y pidió trabajo en La Casa del Libro. El 19, en Fnac y
Cortefiel. En enero volvió a rebajar: Dunkin’ Donuts, Telepizza y McDonald’s.
“Trabajos de batalla”, los llama. Y ni siquiera.
Cuando empecé la carrera, nos lo vendieron muy bonito.Nos decían: “Vais
a salir de aquí antes de acabarla”
Mikel Bollain, arquitecto técnico, de 24 años. Sin experiencia
laboral. Vive en Vitoria y asiste a un curso para parados del Servicio Vasco de
Empleo sobre eficiencia de la envolvente.
La filosofía es sencilla: “Si en mi categoría no hay demanda, me
adapto a los puestos inferiores”, explica Ricardo Silva, director regional de
la multinacional de trabajo temporal Adecco. “El empleador gana polivalencia y
el empleado de perfil medio-alto desplaza a los de perfile medio-bajo”. Lo
cuenta en la sede de la empresa en Las Palmas, la provincia española más
castigada por el desempleo juvenil, con un 72% de paro. Hoy es día de
entrevistas. Buscan un centenar de jóvenes para un grupo hotelero. Camareros.
Cocineros. A la entrevista entra un tipo tranquilo. Víctor Macías, de 24 años,
el pelo rapado con aire militar. Mirada confiada. Año y medio en el paro.
Quiere un puesto en cocina. “De pequeñito trasteaba ya con las especias”, dice
al entrevistador. “¿Has estado en plancha?”. “Y en frío, pero soy más de
caliente. Aunque ahora mismo hago cualquier cosa”. Al acabar la entrevista,
Macías nos habla de sus rutinas: “Echo las mañanas en la finca familiar. Cuido
el huerto y de los animales. Recojo tomates”.
El director de delegación, con amplio trabajo de campo, nos habla
del “rol de la abuela”, de familias que hacen “virguerías” con 600 euros de
pensión; de “los excluidos” que llevan seis meses buscando y se sienten
“desaprovechados por la sociedad”; de la playa de Las Canteras, repleta de
jóvenes; y del deporte, una vez más: “Les ayuda a mantenerse activos. Porque
esto va minando tu confianza. No te llaman y empiezas a pensar: ‘Estoy fallando
yo’. En la avenida marítima hay una zona para correr con cientos de personas”.
Después de seis años y medio partiéndome las pestañas con los estudios,
tengo la sensación hacer el tonto
Isabel Mañana. Arquitecta, de 25 años. Domina el inglés y el
francés. Ahora recibe clases de alemán. Quiere irse “para donde sea”.
De Las
Palmas volamos al País Vasco, el teórico polo opuesto (es la autonomía con
menor tasa de paro de España, un 16%; y Gipuzkoa, la segunda provincia con
menor paro juvenil, tras Huesca). Pero allí el deporte también se ha vuelto una
constante. “No voy a estar tirado en el sofá. No es bueno para el cuerpo. Ni
para la mente”, dice Mikel Bollain, de Vitoria, de 24 años, arquitecto técnico.
Sin empleo desde que se graduó, y después de unos meses en Londres, le tocó
cuidar a su abuelo, de 90 años. Empezó a salir a correr. A ir al gimnasio. Un
poco de tenis. Algo de baloncesto. Desde enero combina el ejercicio con un
curso de empleo verde organizado por Lanbide-Servicio
Vasco de Empleo sobre
eficiencia energética de los edificios. “Hay quien se agobia mucho. Yo creo que
esto es una oportunidad”, sonríe Iraia Uranga, de 24 años, licenciada en
Ciencias Ambientales, máster en Ecología Marina, parada y ahora alumna del
mismo programa de Lanbide, pero en San Sebastián. Son formas de verlo. A su
lado, la psicóloga del centro de formación dice: “Muchos traen una imagen
derrotista. Pero en este sector se prevé un crecimiento del 120%”. Quizá
ocurra. Y mientras espera, Iraia, una “enamorada de la naturaleza”, cada tarde
después del curso, si las corrientes lo permiten, se enfunda un neopreno, se
echa al mar con una botella y se adentra en las profundidades.
Isabel Mañana, de 25 años. No
tiene empleo, pero se ha enganchado al deporte. / A. C.
Hace
poco, la arquitecta gijonesa Isabel Mañana, ya citada, también empezó a correr
con regularidad, y otros tres días por semana se machaca en el gimnasio. Su
hermana les llama cariñosamente, a ella y a sus amigos, “los gattacas”, por aquella
película de ciencia ficción(Gattaca) en la que jóvenes, guapos, atléticos,
genéticamente perfectos y mentalmente superdotados esperan un día tras otro,
sin que les llegue, el destino para el que fueron concebidos: viajar al
espacio.
Comentario:
Este
artículo es un claro ejemplo de placenta social, esta consiste en las dinámicas de no emancipación de los jóvenes (es más fácil
limitarse a acusar a la especulación inmobiliaria y el
trabajo precario).
La placenta
social implica el retraso en el abandono del hogar, permite vivir con relajo,
sin trabajo ni responsabilidades domésticas y con más tiempo libre, las parejas
se forman más tarde, los hogares son más pequeños, y se ha hecho una
reorganización de la estructura de la familia ( su forma, sus funciones y su
dinámica interna).
Como
conclusión decir que, mientras que los jóvenes están en casa de sus padres,
soportan salarios bajos, aceptan puestos de trabajo precarizados y no tienen
liquidez hasta edades avanzadas.
Firmado: Elena Mendoza Cantero
y Fátima Romo Cordero
Bibliografía:
Apuntes de sociología de la
empresa del profesor Artemio Baigorri